Apuesta por el Rocanrol y Muere viejo
- Guia Zanka
- Jun 13
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Updated: 3 days ago
Todos los recuerdos que tengo de mi padre están relacionados con el rocanrol.
Por Salvador Munguía
Ya fuera acompañándolo a un concierto, comprando acetatos y casetes, coleccionando parches y botones, transcribiendo alguna entrevista, reseñando algún disco, o dentro de una cabina de radio. Como promotor musical, ejerció el periodismo escrito y fue pionero de programas musicales en radio y televisión sobre rock en Morelia.

Mi padre, Salvador Munguía ―mejor conocido como “El Chavita” no fue músico. Pronto se dio cuenta de sus limitaciones. Sin embargo, desde joven estuvo inmerso en la música. En 1971 asistió al Festival de Rock y Ruedas de Avándaro, el primer festival masivo de rock en nuestro país. Un evento decisivo en el ánimo de mi padre, un concierto que influiría en sus aspiraciones. Luego de ese episodio, con apenas 17 años, se dio cuenta de lo que quería hacer con su vida: organizar conciertos de rock; pero mi padre era todo, menos organizado. Tanto los primeros como los últimos conciertos tuvieron una constante: la ruina. Estudió Derecho y Economía para decir que estudió algo. Sus inicios en el arte de la organización los hizo siendo estudiante de la Facultad de Derecho, lugar en donde llevó a cabo tardeadas amenizadas por grupos locales. También organizó conciertos míticos en una época en que la policía te detenía por traer el pelo largo y el pantalón acampanado. Tiempos difíciles para una sociedad arraigadamente conservadora que creía que el rock era música para afeminados y admiradores del diablo.
Su amistad con Alejandro Lora le permitió que Three Souls in my Mind tocara una infinidad de veces en Morelia. Pero no es lo mismo organizar una tardeada con La Diligencia o el TRI, que con el evangelista del blues: BB King. A finales de la década de los setenta, mi padre, junto a algunos funcionarios de la Universidad Michoacana trajeron al oriundo de Mississippi, al gordo más carismático del blues, aquel que le compuso una de las canciones más bellas a una guitarra eléctrica (la de él): Lucille. Dicen que era tan modesto y tan buena persona que aceptó tocar en el peor lugar de la ciudad: el Auditorio Municipal. Sí, ese que se encuentra en la colonia Ventura Puente, rodeado desde el más remoto pasado de vendedores de comida, de droga y de fierros viejos. Un concierto que, si se recuerda por algo, fue por los portazos, el mal sonido, un sujeto convulsionándose en plena tocada y otro que se metió al concierto con todo y motocicleta haciendo un ruido infernal. Ni eso impidió que BB King, el Rey del Blues, el arquitecto de la música popular del siglo XX, dejara de tocar como un dios “apoyado” por un sistema de sonido infame.
Salvador viajó en repetidas ocasiones a California de donde, además de una infinidad de acetatos, trajo material fílmico imposible de conseguir en aquellos tiempos: Gimme Shelter de los Stones, un par de óperas musicales como Jesucristo Superestrella y Tommy, cintas que se exhibieron en salas como los cines Morelos y Victoria hoy convertidas en tiendas de electrodomésticos y herramientas.
En 1979, entre conciertos de rock, se casó con una bella mujer que, a la postre fue mi madre. He acudido a ese álbum de fotos. Los recién casados parecían felices: mi madre, con el cabello color espiga, hermosa, de rasgos suaves y delicados, esbelta, vistiendo a la moda; mi padre, en cambio, parece Mick Jagger en una pésima versión.
La vida real, la cotidianeidad, no era tan feliz como parecía. Mi madre, con una paciencia infinita, soportaba la ausencia de un marido que, en lugar de pasar un fin de semana en casa o en el parque con sus hijos, prefería largarse a conciertos o perderse con los amigos. Otro problema era el mal manejo que tenía con el dinero: su poco capital lo invirtió en negocios absurdos como la crianza de nutrias o en la apertura de depósitos de cerveza. Luego vino la catástrofe: más hijos, el tedio, la ausencia, la indiferencia, el desamor.
Si en la vida no vas a ser buen marido, por lo menos sé buen padre, y con sus hijos lo fue: siempre cálido, respetuoso, conciliador y amoroso.
Durante los ochenta, el Salón Arena de La Cueva de Chucho, el Teatro Samuel Ramos, el Teatro Estela Inda, el Instituto de la Juventud y el Lienzo Charro fueron los foros que sirvieron para presentaciones memorables: Toncho Pilatos, Three Souls in my Mind, los Dug Dugs, Real de Catorce... conciertos que terminaban en portazos o redadas o, peor aún, con los músicos durmiendo en la sala de mi casa porque no había salido ni para las cagüamas.
En 1986 fundó el programa Los Clásicos del Rock en Radio Nicolaita y siguió organizando conciertos. Uno peor que otro. En los noventa, con el efímero “Rock en tu Idioma”, se em- barcó en el apoyo al incipiente rock moreliano. Incluyó como teloneros de Caifanes, Maldita Vecindad, Café Tacvba o El TRI, a grupos locales que destacaban en aquellos años como Imágenes Sagradas o La Parca. Conciertos que, si bien fueron un éxito en la taquilla, nunca se reflejaron en los bolsillos de mi progenitor.
Como si no bastara el recuento histórico de fracasos, en 1994 formó parte de la peor organización de eventos que se recuerde en la historia del rock moreliano: el “Homenaje al Rey Lagarto, Woodstock 94”. Festival celebrado en el estadio Venustiano Carranza con músicos en franca decadencia. A excepción de Eric Burdon y Edgar Winter, lo demás era puro relleno. La poca asistencia del público no sólo era culpa del mediocre cartel, sino al costo excesivo del boleto aunado a una mala campaña publicitaria, a la incredulidad de la gente, al boletaje falso y a demasiadas manos en la organización que incluía a personajes turbios de la política.
Los patrocinadores demandaron a los organizadores. A consecuencia de eso, meses después nos embargaron la sala, el comedor y las recámaras. Aún recuerdo a mi madre parada en la puerta de la calle viendo cómo sacaban su comedor de caoba. Devastado y decaído, mi padre se alejó de la pasión por armar esos tinglados.
Fue mi padre, insisto, un hombre cariñoso y atento. Por esas fechas intentó llevar una vida normal, ser un padre de familia. Siguió escribiendo artículos y crónicas sobre música paralelo a la conducción y producción del programa de radio “Los Clásicos del Rock”, hasta el año dos mil.
Una mañana de ese año, acosado por una esposa, tres hijos y muchas deudas, dijo que iba por cigarros.
Sabíamos que no fumaba.
No regresó.
La herencia que dejó fueron deudas, citatorios, amenazas de nuevos embargos, pero también camisas, pantalones de mezclilla talla 30, chamarras de piel, un saco de pana, chalecos, sombreros, unos tenis Converse negros, unos elegantes mocasines, un chingo de botones, parches de infinidad de bandas, paliacates de todos los colores posibles, botas que habían sido adquiridas seguro en algún circo, casi mil acetatos, muchísimos casetes, boletos de conciertos, un viejo tocadiscos, libros, revistas y un sinfín de recortes de periódicos amarillos.
Habrá que reconocerle que la breve, gris y voluble historia del rock moreliano -si es que la hubiera- de la radio, la televisión, la prensa escrita, la organización de conciertos y festivales, a pesar de todos los desaciertos en la promoción, representación y su difusión, se deben en gran medida a un señor que apostó todo por el rocanrol…y perdió.
Cuentan que hace unos años lo vieron en Austin, Texas, la capital de la música en vivo…
Cuentan que de vez en cuando sigue organizando conciertos.
Del libro, "El paraíso no es aquí y otros relatos" de Salvador Munguía (Morelia 1980) Primera edición 2021.
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